Venezuela en Noticia
Octubre 22, 2014.- El organismo considera la matanza una de las peores violaciones de derechos humanos cometidas por el Ejército.
La matanza de Tlatlaya, en la que 22 supuestos narcos murieron a manos del Ejército, corre camino de quedar en la memoria de los horrores en México. La Comisión Nacional de Derechos Humanos, un organismo público, ha dictaminado que en la madrugada del 30 de junio ocho militares mataron a sangre fría a 15 civiles, entre ellos dos adolescentes, que se habían rendido después de un enfrentamiento armado en el que habían muerto otras siete personas. Una vez asesinados, según la comisión, los militares manipularon la escena del crimen, una bodega al sur del Estado de México, para hacer creer que todos habían caído durante un cruce de disparos. Solo se salvaron tres mujeres, a las que los soldados tomaron por secuestradas. El presidente de la CNDH, Raúl Plasencia, concluyó que la masacre constituye una de las peores violaciones de derechos humanos cometidas por las fuerzas armadas en México.
Este veredicto, que cae en plena cuenta atrás por las desapariciones de Iguala, agrava la profunda crisis de confianza institucional que atraviesa el país. Ocho militares –un teniente y siete soldados- ya han sido arrestados. A tres de ellos, la Procuraduría les acusa de homicidio. La purga, inédita en unas fuerzas armadas acostumbradas a librar su combate contra el narco sin dar cuentas a nadie, es fruto de la fuerte presión internacional, incluido el Departamento de Estado de EEUU, y de la decisión del presidente Enrique Peña Nieto de abrir una investigación en condiciones ante un caso que amenazaba con convertirse en un problema político de primer orden. La intervención militar contra el narcotráfico es un terreno minado. Entre 30.000 y 40.000 soldados están movilizados en dichas tareas. Los episodios de abusos y ejecuciones extrajudiciales son frecuentes y han llamado la atención hasta a la ONU, pero nunca un caso había adquirido la dimensión de Tlatlaya.
Desde su salida a la luz pública, la versión ofrecida por el Ejército sobre la matanza mostró contradicciones insalvables. El relato oficial mantenía que un convoy militar que inspeccionaba el terreno se había topado por casualidad con una bodega custodiada por “personal armado” y que este, al ver a los soldados, empezó a disparar. El resultado fueron 22 “supuestos agresores” muertos y solo un militar herido sin gravedad. La parquedad de esta reconstrucción, la negativa de las fuerzas armadas a facilitar datos de los fallecidos (integrantes del sanguinario cartel de La Familia) y su incapacidad para explicar qué hacían de madrugada las tropas en aquella bodega olvidada, no hicieron sino acrecentar las dudas sobre una versión que ni siquiera daba explicación de cómo fue posible que no quedase ningún supuesto narco herido, ni cómo se logró que no hubiese ninguna baja militar. Pese a estas fisuras, el Ejército contó con fuertes apoyos institucionales. Entre ellos, la propia Procuraduría del Estado de México, encargada de las primeras investigaciones. Este organismo defendió contra viento y marea a los militares y declaró públicamente que ninguna de las víctimas había muerto por disparos a corta distancia.
Esta versión, que llegó a parecer inamovible, saltó los aires gracias a la declaración de una superviviente obtenida por Esquire y avanzada, a la par que en la web de la revista, en EL PAÍS. La mujer, madre de una adolescente muerta en Tlatlaya, contó que primero hubo un enfrentamiento corto y que, tras la entrega de armas, empezaron los interrogatorios a los detenidos: “Ellos [los soldados] decían que se rindieran, y los muchachos pedían que les perdonaran la vida. ‘Con que muy machitos, hijos de su puta madre. Con que muy machitos’. Así les decían los militares, cuando ellos salieron. Todos salieron y se rindieron (…). Entonces les preguntaron cómo se llamaban, y los herían, no los mataban. Yo decía que no lo hicieran, que no lo hicieran, y ellos decían: ‘Esos perros no merecen vivir’ (…) Luego los paraban así en hilera y los mataban (…) Se escuchaban los quejidos, los lamentos”. Acabada la primera tanda de ejecuciones, la mujer vio cómo remataban a su hija. Ella se hizo pasar por secuestrada para salir con vida.
Su testimonio saltó los diques de contención. Las asociaciones de derechos humanos internacionales exigieron una inmediata revisión del caso. Washington recordó la necesidad de una investigación “fáctica y creíble” a cargo de autoridades civiles. El propio presidente Peña Nieto ordenó que las pesquisas pasasen a manos de la Procuraduría General, un organismo bajo su control. Solo entonces, la Secretaría de Defensa Nacional rompió el blindaje del caso. Poco después se produjeron las primeras detenciones de soldados. Ahora ha llegado la conclusión de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. El resultado muestra la barbarie de una actuación militar amparada y tapada durante meses. Una nueva losa para unas instituciones que, de la mano de este caso y de la tragedia de Iguala, han entrado en una fase aguda de erosión.
Este veredicto, que cae en plena cuenta atrás por las desapariciones de Iguala, agrava la profunda crisis de confianza institucional que atraviesa el país. Ocho militares –un teniente y siete soldados- ya han sido arrestados. A tres de ellos, la Procuraduría les acusa de homicidio. La purga, inédita en unas fuerzas armadas acostumbradas a librar su combate contra el narco sin dar cuentas a nadie, es fruto de la fuerte presión internacional, incluido el Departamento de Estado de EEUU, y de la decisión del presidente Enrique Peña Nieto de abrir una investigación en condiciones ante un caso que amenazaba con convertirse en un problema político de primer orden. La intervención militar contra el narcotráfico es un terreno minado. Entre 30.000 y 40.000 soldados están movilizados en dichas tareas. Los episodios de abusos y ejecuciones extrajudiciales son frecuentes y han llamado la atención hasta a la ONU, pero nunca un caso había adquirido la dimensión de Tlatlaya.
Desde su salida a la luz pública, la versión ofrecida por el Ejército sobre la matanza mostró contradicciones insalvables. El relato oficial mantenía que un convoy militar que inspeccionaba el terreno se había topado por casualidad con una bodega custodiada por “personal armado” y que este, al ver a los soldados, empezó a disparar. El resultado fueron 22 “supuestos agresores” muertos y solo un militar herido sin gravedad. La parquedad de esta reconstrucción, la negativa de las fuerzas armadas a facilitar datos de los fallecidos (integrantes del sanguinario cartel de La Familia) y su incapacidad para explicar qué hacían de madrugada las tropas en aquella bodega olvidada, no hicieron sino acrecentar las dudas sobre una versión que ni siquiera daba explicación de cómo fue posible que no quedase ningún supuesto narco herido, ni cómo se logró que no hubiese ninguna baja militar. Pese a estas fisuras, el Ejército contó con fuertes apoyos institucionales. Entre ellos, la propia Procuraduría del Estado de México, encargada de las primeras investigaciones. Este organismo defendió contra viento y marea a los militares y declaró públicamente que ninguna de las víctimas había muerto por disparos a corta distancia.
Esta versión, que llegó a parecer inamovible, saltó los aires gracias a la declaración de una superviviente obtenida por Esquire y avanzada, a la par que en la web de la revista, en EL PAÍS. La mujer, madre de una adolescente muerta en Tlatlaya, contó que primero hubo un enfrentamiento corto y que, tras la entrega de armas, empezaron los interrogatorios a los detenidos: “Ellos [los soldados] decían que se rindieran, y los muchachos pedían que les perdonaran la vida. ‘Con que muy machitos, hijos de su puta madre. Con que muy machitos’. Así les decían los militares, cuando ellos salieron. Todos salieron y se rindieron (…). Entonces les preguntaron cómo se llamaban, y los herían, no los mataban. Yo decía que no lo hicieran, que no lo hicieran, y ellos decían: ‘Esos perros no merecen vivir’ (…) Luego los paraban así en hilera y los mataban (…) Se escuchaban los quejidos, los lamentos”. Acabada la primera tanda de ejecuciones, la mujer vio cómo remataban a su hija. Ella se hizo pasar por secuestrada para salir con vida.
Su testimonio saltó los diques de contención. Las asociaciones de derechos humanos internacionales exigieron una inmediata revisión del caso. Washington recordó la necesidad de una investigación “fáctica y creíble” a cargo de autoridades civiles. El propio presidente Peña Nieto ordenó que las pesquisas pasasen a manos de la Procuraduría General, un organismo bajo su control. Solo entonces, la Secretaría de Defensa Nacional rompió el blindaje del caso. Poco después se produjeron las primeras detenciones de soldados. Ahora ha llegado la conclusión de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. El resultado muestra la barbarie de una actuación militar amparada y tapada durante meses. Una nueva losa para unas instituciones que, de la mano de este caso y de la tragedia de Iguala, han entrado en una fase aguda de erosión.
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